5 ago 2016

LA PROMESA


UNA TARDE CUALQUIERA


                Era una tarde de verano, igual que hoy, había salido no sé muy bien a qué. No había ni un alma en la calle. Ensimismado estaba en mis pensamientos hasta que de repente una atronadora voz me arrancó de mi peculiar mezcla de agonía y éxtasis mental.
           
            Intercalando alguna que otra palabra malsonante una rechoncha figura abrió sus brazos cuan oso cazando a su presa y de pronto me vi atrapado en una ola de cariño desmedido.
           
Tras una abrumadora demostración de afecto constrictor pude contemplar con detalle su cara, apenas había cambiado el muy Seguía teniendo el mismo rostro bonachón y sonriente, un poco más gordo, con menos pelo tal vez , nada que no pudiese apreciar yo mismo cada mañana en el espejo de mi casa. Aunque siempre tuvo esa, bueno  esa forma de, ya sabes, de mirar las cosas, así como “a tres bandas” jejeje.

Me alegré de verlo, mucho, sonreí sin apenas esforzarme, cosa que últimamente es todo un logro para mí. Me asaltaron recuerdos de otros tiempos, no diré mejores, pues todo momento pasado  me fue siempre dulce a la vez que amargo, con algunos intervalos de predominancia del uno sobre el otro.

De entre los dulces me quedé con los vividos con este panetone hecho persona al que parecían irle maravillosamente las cosas, no pude menos que mostrarle mi mejor aspecto y soltar algún chascarrillo que solo él y yo pudimos entender.

Luego una carcajada a coro y una palmada en el brazo.

“Bueno tío ya te llamo”

Y se fue.

Y allí me quedé, con el sol recordándole a mi cabeza lo que era el color “rojo quemadura” y a pesar del ardiente calor la sonrisa se me quedó allí congelada durante una eternidad o dos. Para cuando mis piernas tomaron la decisión de proseguir la marcha ya estaba de regreso a mi mundo, como el que se va quedando dormido poco a poco sin darse cuenta aunque no pude evitarme un último pensamiento: no te he dado mi número de teléfono


HISTORIA DE UNA PROMESA


                 No siempre fue así, hubo una época en la que la palabra dada era ley y una tierra en donde el “decir” tenía el mismo peso que el “hacer”, así cuando los hombres hablaban era como si el hecho ya se diese por cumplido, siendo los frutos de sus declaraciones cuestión de tiempo.

            La historia de Hasebe Samon  y AkanaSoyemon, dos medio-hermanos que vivían en la aldea de Katou  es un perfecto ejemplo de ello.

            El cariño y la lealtad que se profesaban eran famosos en todo el lugar, y aún perteneciendo a distintas familias, su deber filial superaba con mucho a otros que alardeaban de sangre y linaje. Soyemon era rehén de la familia Hasebe, y aunque fuese un incómodo recordatorio de un triste pasado los niños habían crecido juntos y sin dudarlo darían su vida el uno por el otro si fuera necesario.



            Todo ello no eximía al joven Soyemon de sus deberes para con su verdadera familia, teniendo que acudir a presentar sus respetos de tanto en cuanto. Así ese año tuvo que preparar su equipaje y emprender un largo viaje hasta Izumo, su tierra natal, y pasar allí la mitad del año.

            -“Volveré a principios del otoño”- dijo

            -“Tu pueblo está demasiado lejos hermano” - le reprochó Samón – “ante camino tan largo es imposible afirmar qué día vas a regresar, así que no nos hagas prepararte un gran recibimiento para que luego no aparezcas”.

            -“! No te preocupes! Me conozco tan bien el camino, cada detalle de su trayecto que estoy en condiciones de indicarte exactamente el día de mi vuelta. ¿Qué tal, digamos, justo antes del festival de los Crisantemos? El noveno día del noveno mes.”

            -“Eso sería maravilloso, ¿Lo prometes entonces?”

            -“Te doy mi palabra”.



            Y así fue que Soyemon se marchó, el tiempo transcurrió despacio, impasible, las agradables brisas de la primavera y luego las lluvias torrenciales del verano. El amarillo y el colorado del otoño pronto tiñeron el suelo, dándole al paisaje un aspecto ígneo. Samón contaba ya los días que restaban para volver a ver a su hermano, no quedaba mucho para el noveno mes, ni para su noveno día.

            Todos en el pueblo hacían los preparativos para el festival de los crisantemos, Samón encargó las más deliciosas viandas y mandó adornar la casa como si fueran a recibir a un noble de alta cuna.

            Llegó el día, el joven aguardaba ansioso en la puerta principal de la casa, observando ansioso a todos los viajeros. La madre lo contemplaba con preocupación, un viaje tan largo no puede estar exento de problemas y qué más daba un día u otro con tal de que Soyemon llegara sano y salvo, pero nada de esto le dijo a su hijo, pues no quería empañar la sonrisa que iluminaba la cara del chico. La ilusión es algo que se pierde poco a poco con los años y los ancianos saben reconocerla, apreciarla y respetarla cuando la observan en otros.

            Pasó medio día y la madre no pudo más que sugerir que sería aconsejable guardar las viandas y decoraciones más delicadas y ponerlas una vez que llegara, a lo que su hijo respondió enojado que si su hermano les viera colocar los adornos después de su regreso significaría que habrían dudado de su promesa de volver exactamente en esa fecha y no permitiría que tal vergüenza recayera sobre la familia.

            El sol se puso y algunas luces comenzaron a iluminar las viviendas del lugar, Samón no se movió de la puerta en todo el día, no descansó ni comió, su amigo llegaría, estaba seguro de ello. Su madre se excusó y se retiró a la cama, cansada ya de esa jornada, rezó a los dioses por el bien de Soyemon y por su hijo, pidió que su espera no fuera demasiado larga ni la desilusión demasiado fuerte.

            La noche era arrebatadoramente hermosa, el río celestial brillaba con fuerza en el cielo, y el silencio de la noche apenas era roto por algún que otro animalillo nocturno que anunciaba su presencia al mundo. Fue entonces cuando le asaltaron las dudas, allí en el umbral, entre la luz de su hogar y la oscuridad del exterior.

            -“Soyemon, hermano. ¿Por qué no vienes? ¿Dónde estás? Te he estado esperando todo el día, me dijiste que vendrías.

            La luna comenzó a ocultarse delicadamente tras unas colinas cercanas y ello permitió a Samón atisbar una silueta en la lejanía que se acercaba lentamente hacia su dirección.



            Aguantó la respiración hasta que estuvo seguro, entonces profirió un grito de júbilo. ¡Era Soyemon que había vuelto! ¡Al final cumplió su promesa! ¡Su hermano estaba en casa!

            Samón  condujo a su hermano al salón principal, ahora vacío.
            -“Mira hermano, preparé todo esto para ti, te estuve esperando todo el día, Madre se ha retirado ya a descansar, la despertaré de inmediato.”
           
Soyemon negó con un leve gesto de desaprobación.
           
Samón  sirvió personalmente algunas viandas que se habían preparado para él y aunque las aceptó, el invitado no probó bocado.
           
            Fue entonces cuando con un hilo de voz, como temiendo despertar a la madre Akana Soyemon habló:


LA FUGA


            -“Lo primero de todo querido hermano tengo que pedirte disculpas por haberte hecho esperar durante todo el día y te debo una explicación: A mi regreso a Izumo un nuevo daimyo de nombre Tsunehisa usurpó el puesto de nuestro buen señor, había ocupado el castillo de Tonda y le dio muerte, mas yo debía visitar a mi primo Akana Tanji, que había jurado lealtad a Tsunehisa y pasado a ser su vasallo.

            Al llegar allí insistió en presentarme al nuevo señor con la intención de que le jurase lealtad y ocupara un puesto como samurái a su lado. Acepté la audiencia, sobre todo porque deseaba conocer a un hombre cuyo rostro o nombre jamás había oído antes.

            Tsunehisa era un guerrero hábil, un hombre de armas de gran valía, conocedor del bushido pero a la vez perverso y cruel. Al ofrecérseme el servir bajo su bandera decliné su oferta, con lo que ordenó a mi primo que me retuviera en su casa hasta que cambiase de opinión, pues era astuto y no quería enemistarse tan pronto con la familia Akana. Pedí permiso para regresar a Harima sólo un día, el que te prometí, pero me lo negaron.



            
               Intenté escaparme varias veces pero estaba estrechamente vigilado, por lo que me fue imposible. Hasta que esta misma noche encontré la manera de fugarme.”

            -“¿¿Esta noche??”- preguntó sorprendido Samón, “!! Pero si el castillo se encuentra a varios días de camino de aquí !!”

            -“Shhh, cálmate hermano. Lo que dices es cierto, no hay hombre vivo que pueda recorrer esa distancia en tan poco tiempo. Recordé un viejo proverbio que decía que el alma de un hombre puede recorrer cualquier distancia. Afortunadamente en mi cautiverio me permitieron conservar mi espada, a través de ella estoy hoy aquí contigo. Por favor sé bueno con nuestra madre”

           
            Tras pronunciar estas palabras se incorporó, saludó y su imagen fue desvaneciéndose lentamente ante la atónita mirada de Samón.

            A primera hora de la mañana Hasebe Samón partió al galope hacia el castillo de Tonda. Al llegar verificó que Akana Soyemon cometió seppukku la novena noche del noveno mes.

            Airado se dirigió a la residencia de Akana Tanji  e irrumpió en ella, delante de su familia le acusó directamente de su traición, hacia su señor y hacia su pariente, desenfundó su espada y allí mismo le decapitó.

            Nadie hizo nada por detenerle, ni siquiera el señor Tsunehisa quien, a pesar de ser un hombre implacable también respetaba las cuestiones de honor y admiraba profundamente el sentido del deber y la valentía mostrada por Samon.




TE LLAMO MAÑANA


                 Tras el paseo estival volví a mirar el teléfono, al día siguiente no me separé de él, lo comprobaba cada hora, quizá el volumen estuviera bajo, o la batería descargada. Nada, ningún mensaje, ninguna llamada.

            A ti, empresario de corazón de piedra, que en tus manos tienes el futuro de mi casa, no me llamas.

            A ti, hermosa de negros cabellos que me acompañas en cada sueño, peno por un mensaje con una carita sonriente que me inyecte una dosis de ganas de vivir, tampoco me llamas.

            Y a ti, que un día me consideraste tu amigo, que me trataste como a un hermano, a ti más que a nadie te espero, en el umbral de mi puerta hasta que el sol se pone y llega la noche.


            Espero una llamada que me recuerde que alguna vez fui alguien.

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