8 may 2016

KODOKUSHI


EL TRABAJO MÁS TRISTE DEL MUNDO


                 Tendría unos sesenta años cuando lo encontraron, tardaron más de un mes y si no fuera por el insoportable olor que se dejaba notar al pasar por su pequeño apartamento de apenas 35 metros cuadrados quizá hubieran tardado más. Siempre fue un hombre tranquilo, nunca causaba problemas, siempre sonreía y saludaba cortésmente a todos sus vecinos. Solía llevar siempre un par de bolsas de supermercado llenas con alimentos básicos, unas cajas de leche, un cartón de huevos. Un observador casual no se daría cuenta pero si se fijaba bien comprobaría que una espalda encorvada y castigada por la edad y la artrosis apenas notaba el peso de las mismas, rebotaban incluso si por accidente chocaban con algún barrote.

            Solía irse a la cama muy temprano, siempre cuando el sol se ponía “para respetar el orden natural de las cosas” decía. Llevaba cuatro meses sin suministro eléctrico.



            Por las mañanas se levantaba un poco antes del amanecer, le encantaba el frescor matutino, el añil del cielo cuando el astro rey rompe la noche y los últimos camiones de reparto dejan todo preparado para el estreno del nuevo día, aprovechaba para mojarse un poco la cara en la fuente de la plaza del mercado, el frío le recordaba que aún quedaba algo de vida en ese enjuto cuerpo suyo, le gustaba mirar al suelo. A veces encontraba monedas sueltas, hasta de 50 yenes si se fijaba bien, pero eran las de menos. Cuando reunía las suficientes corría hasta la oficina de correos más cercana y compraba algunos sellos, y esa tarde, justo después de almorzar, o bueno, después de la hora de almorzar arrancaba una hoja de su viejo cuaderno amarillento y garabateaba algunas frases que dedicaba con todo su cariño a su amada hija, le decía que le gustaría volver a verla y que esperaba que el niño estuviera bien, que no dejara que se portase mal y llevase siempre las tareas echas. También le decía que no se preocupara por el que iba tirando. Se despidió diciendo que le diera un beso muy grande a su madre y que aún la quería como el primer día, luego besaba la carta y la introducía en el buzón rojo de la esquina.

            Cada tres días recogía el correo, la correspondencia llegaba puntual, con un sello grande que decía “devolver al remitente”. El pobre hombre suspiraba y pensaba que tal vez el cartero era nuevo y esas calles nuevas con sus condominios a lo occidental les hacían el trabajo mucho más complicado. Antes las cosas eran más sencillas, casi todos se conocían y con un poco de empeño terminabas dando con la persona a la que buscabas. La próxima vez será musito, seguro que la siguiente llegará.



            El hombre llevaba casi tres meses sin tomar la medicación, se excusaba diciendo que las pastillas solo acarrean nuevos males y dependencia, que no había nada como los remedios tradicionales, además era un buen dinero el que se ahorraba, cantidad de la que por otra parte no disponía.

            Su familia le había desahuciado, no entendía cómo un hombre podría negarse a trabajar, a llevar las riendas del hogar. El pobre anciano sufría una cardiopatía grave, herencia familiar, aunque eso nunca lo supo, ya que su padre murió mucho tiempo atrás y bastante joven. La presión familiar hizo que cayese en la bebida y ello le acarreó problemas psicológicos y a la larga y como consecuencia de todo lo demás, económicos.

            Malvivió un tiempo a base de una pequeña ayuda estatal y de sus ahorros que no fueron muchos, su mujer se empeñaba en mantener su mismo tren de vida para “guardar las apariencias” y cuando el alpiste se acabó el pájaro no tardó en volar, dejando una jaula llena de excrementos y una soledad que hería en el alma.

            Una mañana, cerca de una tienda de comida rápida al lado de la estación central creyó ver a su hija, ¡Y su pequeña nietecita estaba con ella! Que preciosa estaba, pero si parecía una muñequita. Corrió, o más bien cojeó ignorando las agudas punzadas de dolor que sentía en la base del talón y levantó un brazo para saludarla, era la viva imagen de la felicidad sin afeitar, se quitó la gorra azul desgastada de su equipo de baseball y la agitó. La mujer se percató de la presencia del anciano y lejos de pararse empujó a la niña dentro del vagón. ¿Quién era ese hombre mama?- preguntó la nena. Nadie cariño, solo un pobre borracho.

            Las palabras se le clavaron en el pecho como fríos témpanos de hielo, notó como algo dentro de él se rompía en mil pedazos y aprovechó la carcajada inicial para disimular un amargo llanto.

            Y de eso hace ya todo un mes, parece que sufrió un infarto pero reunió la fuerza suficiente como para poder llegar aquí. No se dirigió a ningún hospital, y eso que había uno a apenas una manzana de allí. Quiso morir aquí, en su pequeño rincón, donde no molestase a nadie, donde su pena no contagiara a otros y donde pudiera echar por última vez un vistazo a ese puñado de fotos viejas tal y como hubo estado haciendo todos los días de su vida.



BARRENDEROS DE VIDAS ROTAS


                 Hoy quiero hablaros de fantasmas y almas en pena, podría parecer poco original por mi parte pero esperad un momento permitidme pediros un poco de vuestro tiempo luego podréis continuar con vuestras vidas, vuestros trabajos y vuestras familias.

            La “criatura” de la que hablaré hoy es totalmente real, de carne y hueso y además recibe un salario por sus servicios. Forma parte de la policía japonesa y se encarga de lidiar con un tipo de fantasma con el que nunca querrías encontrarte, al que todo el mundo evita y apenas deja huella. Y lo hace casi a diario. Se trata de los equipos de las muertes solitarias (kodokushi). Creo que no hace falta explicar a lo que se dedican.





            No pienso llenar el artículo con cifras ni fechas, el tema está ya lo suficientemente deshumanizado como para decorarlo con estadísticas y promedios, eso mejor dejarlo para los demagogos profesionales, esos de camisas a cuadros y bolsillos llenos con fajos de dinero extranjero. (Pido disculpas por este ataque de honestidad).


         Tampoco lo llenaré de nombres, ni lugares pues los ignoro y rebuscar en la memoria de los que pacíficamente se fueron no sería ni decoroso ni apropiado.

            Quiero llenarlo de testimonios mudos, de un profundo y doloroso respeto hacia todos aquellos a quien la sociedad decidió por conveniencia apartar, a los olvidados, a los marginados, a los enfermos, a las víctimas del darwinismo social.




            Espero que haya un lugar reservado para ellos, en el satori, en el paraíso o como quieran llamarlo donde se les conceda todo los que les negaron en vida, donde se les escuche su voz.



            No me extenderé más, dejaré que las imágenes que publico lo digan todo. Es lo que ven estos hombres cuando entran en una de esas casas fantasmales, es el silencio que les rodea y son las miles de historias plasmadas en viejos diarios, fotografías, ajados cuadros y cartas antiguas que poco a poco van llenando una gran bolsa de basura.


            Descansen en paz.

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