EL LLANTO DE LOS
MUERTOS
-“!Eh, tú!, ¿Eres
Hoichi?”- inquirió una dura voz
El
escuálido monje se sobresaltó pues no solía recibir visitas a tan altas horas
de la noche. Giró la cabeza a uno y otro lado, a pesar de estar ciego había
adquirido la habilidad de localizar a sus interlocutores por el sonido de sus
voces pero en esta ocasión parecía proceder de todas partes a la vez.
-“¿Eres Hoichi
el músico?”- repitió el misterioso visitante.
El
monje tanteó con la mano derecha hasta alcanzar su biwa (instrumento de cuatro cuerdas similar a un laúd) y lo abrazó
como una madre a su hijo recién nacido.
-“Si señor,
así me llamo. ¿Qué desea de mí a estas horas?”
-“! Silencio!, tienes que acompañarme inmediatamente, llévate tu instrumento, yo te guiaré.
La voz sonaba
autoritaria, fría y dura como un bloque de acero, contenida pero imperativa. El
extraño le asió del brazo y fue abriendo
camino. Su tacto era como el de un halcón cuando abate a su presa, podría
partirle el brazo con un solo movimiento si quisiera. El entrechocar de
diversos abalorios y el crujir de algún tipo de cuero, junto con todos los
detalles anteriores indicó a Hoichi que debía de ser un guerrero con toda su
panoplia quien le conducía a su desconocido destino.
Un escalofrío le recorrió la espalda, quizá alguien importante habría podido sentirse ofendido por alguna de sus canciones y mandaba a uno de sus servidores para ejecutarlo ante él.
-“Tranquilo
Hoichi, mi señor no te desea ningún mal”- dijo el guerrero, como si de alguna
manera hubiese podido escuchar sus pensamientos.
Al poco
llegaron a algún lugar cerca de la costa, la brisa marina y el romper de las
olas hacían las noches veraniegas de Akamagaseki
muy agradables y llevaderas, muy distintas de la infatigable humedad que
sufrían media jornada de camino más hacia el interior.
El guerrero
pidió permiso y unas enormes y pesadas puertas se abrieron ante ellos, el
chirriar de los goznes indicaron a Hoichi que se trataba de una edificación
imponente, un palacio o tal vez un castillo, pero no sabía de ninguno por esa
zona.
-“!OOOii...
Acudid todos, he traído a Hoichi, daos prisa, haced los preparativos!”- exclamó
el guerrero.
Un sonido de
frotar de seda contrastaba con el tosco rechinar de su escolta, leves risas de
mujer le rodearon y el monje no pudo evitar sentir una profunda vergüenza. No
hace mucho que llegó a esa zona, era un simple peregrino mendicante al que se
le dio asilo en el templo de Amida-ji y ahora se encontraba ante nobles del más alto
rango, cubierto de harapos y con la cabeza sin afeitar.
Una mano de
porcelana asió su muñeca, suave, fría, delicada, como si fuera a quebrarse en
cualquier momento, su tacto se diferenciaba tanto de la zarpa de hierro que
hasta hace poco le atrapaba como el invierno es al verano y el mar es a la
tierra.
-“Querido
Hoichi, hemos estado esperándote.”- Dijo una melodiosa voz.
-“¿Quién mi
señora?”- contestó Hoichi.
-“Nosotros,
simplemente nosotros, no hagas muchas preguntas buen monje, solo has de saber
que mi señor es una persona muy importante y que estamos de paso. La fama de
tus habilidades con el biwa ha
llegado hasta sus oídos y es su deseo que nos deleites con tu música. ¿Querrías
hacer eso por nosotros Hoichi-san?”- dijo la voz
Sabedor que
desobedecer la petición de un samurái no era una buena idea no tenía otra
opción que acceder, aunque la dulzura en la voz de su interlocutora unida a la
extrema cortesía mostrada para con él hicieron que Hoichi realmente quisiera
compartir su arte ante tan ilustre audiencia.
-“¿Tiene su
señor algún tema predilecto?”- preguntó.
-“Las crónicas
de Heike”.- dijo ella.
-“Mi señora,
es una saga muy extensa, podría llevar días, ¿Qué pasaje debo interpretar?”
Hoichi hizo
una profunda reverencia y preparó el biwa.
La voz del monje comenzó a relatar los hechos, tañía su laúd y de él
brotaron solemnes notas, decidió llevar
el relato un poco más atrás y así relató a todos la gloriosa carga en Ichi-no-Tani, la heróica muerte del joven
Atsumori y así hasta llegar hasta el fatídico día en el
que la poderosa flota Minamoto acorraló a los restos del clan Taira, que a pesar de escasos eran la
flor y nata de su tiempo. Los guerreros más cultos y valientes, las damas más
corteses y bellas.
El canto se
hizo más frenético a la vez el oleaje se dejaba sentir por toda la estancia,
los dedos de Hoichi pellizcaban las cuerdas imitando el disparo de los arcos.
Habló de bravos sirvientes que se hundían en las oscuras aguas de Dan-no-ura para no emerger jamás. De
temibles guerreros que aún estando sus petos cargados de sangrantes saetas se
negaban a caer y de nobles doncellas que se resistían a ser capturadas y
apuñalaban sus largos cuellos.
Y habló de la
muerte del emperador niño Antoku, de cómo su abuela lo preparó con
su vestidito de guerrero y su pequeña espada ceremonial. Los cuerpos de las
damas de más alta alcurnia le sirvieron de escudo final. El barco comenzó a
arder y poco a poco, junto con todos sus ocupantes se sumergieron para siempre.
La estancia se llenó de lamentos y llantos,
hombres y mujeres por igual se golpeaban el pecho y maldecían aquel fatídico
día. Las mujeres invocaban entre lágrimas el nombre de Antoku. La pena inundaba el lugar.
Hoichi se sorprendió del impacto que provocó su
actuación y guardó un respetuoso silencio. Al poco la dama que habló por
primera vez dijo:
-“Hoichi-san, agradecemos profundamente que hayas
cantado para nosotros esta noche, mas nuestro señor se sentiría muy agradecido
si accedieras a volver a actuar para nosotros mañana, solo permaneceremos aquí seis
días y luego nos marcharemos, vuestra música haría nuestra estancia mucho más
agradable”.
-“Lo haré sin dudarlo mi señora, ¿Pero a quien
debo el honor?” –replicó
-“Viajamos de incógnito Hoichi-san, no necesitas
saber más”
Y así terminó la primera noche, Hoichi volvió al
alba y nadie en el templo pareció darse cuenta de su ausencia.
El guerrero volvió la noche siguiente a buscarle,
encontró al monje preparado, esperándole, cosa que pareció satisfacer al guía
quien profirió un gruñido a modo de risa.
Alguien en el monasterio se percató de la ausencia
de Hoichi y no tardó en comunicárselo al abad, quien con un gesto de
preocupación aguardó su regreso.
Un poco antes del amanecer y como ya hiciera el
día anterior Hoichi volvió al monasterio. Allí le esperaba el abad:
-“Querido Hoichi ¿Puedo preguntar dónde has estado
toda la noche?”
-“Señor abad, alguien reclamó mis servicios y tuve
que antenderles”- respondió un sorprendido Hoichi.
-“¿Podría saber qué servicios eran esos que te
mantuvieron dos noches fuera de este lugar?”- insistió el abad.
-“Lo siento, no puedo hablar de ello, ruego me
perdonéis”.- sentenció Hoichi.
Dando por terminada la conversación el abad dio media
vuelta sin mostrar ninguna emoción pero resuelto a averiguar qué ocultaba el
monje. Ordeno a uno de sus subordinados que se mantuviese alerta y vigilara a
Hoichi y en caso de abandonar el monasterio le siguiera.
Siguiendo el acordado ritual el monje y el
guerrero se alejaron hacia la costa. Un sacerdote siguió a Hoichi aunque no tardó
mucho en perderle de vista, una inoportuna lluvia y una noche sin luna impidieron
seguirle el rastro.
No dándose por vencido y dejándose llevar por su oído
el sacerdote prosiguió su búsqueda. Su perseverancia se vio recompensada al distinguir
entre el repiqueteo de la lluvia el melancólico sonido de un biwa.
Encontró a Hoichi en un viejo cementerio cerca de
un acantilado que daba al mar, estaba arrodillado entonando una antigua
canción, La batalla de Dan-no-ura. Parecía
ajeno a la lluvia que poco a poco se había vuelto torrencial. El sacerdote
volvió lentamente su cuello y con horror comprobó que se encontraba frente a las tumbas del clan Taira.
Tumbas de guerreros Heike en el santuario de Akama |
“!Hoichi, Hoichi, despierta por favor!”- le gritó
el sacerdote mientras con una mano agitaba el hombro del músico.
Hoichi, lejos de parar, redobló sus notas y
prosiguió con su cantar acentuando cada una de las notas. El sacerdote intentó
arrebatarle el laúd pero al hacerlo Hoichi abrió sus ojos de par en par dejando
ver dos marmoleas esferas blancas. Cuan demoníaco látigo un trueno iluminó el
cielo y durante una fracción de segundo el sacerdote creyó ver cómo las gotas
de lluvia, recortaban siluetas de soldados invisibles que le rodeaban, y su
mente quiso hacerle creer que las figuras formaban un silencioso ejército cuyas
filas llegaban hasta la orilla del indómito mar.
. . .
El sol estaba ya bastante alto cuando Hoichi recuperó el conocimiento, El
abad le observaba con severidad, y no dejó de hacerlo mientras con un leve
movimiento de su mano pidió que les dejaran solos.
“Hoichi, mírame, estás en Amida-ji. Te encuentras a salvo, de momento al menos”- le dijo lentamente.
Hoichi no contestó, abrió la boca como si quisiera
decir algo, pero no pudo articular palabra alguna.
“Hoichi, estás embrujado , has cruzado el umbral y
ahora los muertos te reclaman para que formes parte de su séquito por toda la
eternidad”.
El monje abría y cerraba la boca sin cesar, como
un pez fuera del agua, abriendo sus inertes ojos y dibujando con sus cejas una
mueca de absoluto temor.
“Pero aún hay esperanza para ti, debemos
apresurarnos, la noche se acerca”.
Un acólito reavivó el fuego y el olor a incienso
llenó la estancia, empequeñecida por una gran estatua dorada de buda. Una fila
de disciplinados monjes entonaban sutras en continua sucesión. Hoichi se
encontraba desnudo en el centro de la habitación, el abad estaba detrás, mojaba
con cuidado un pincel en tinta china y trazaba gruesos caracteres en su espalda.
“Este es el sagrado Sutra Hannya Shin Kyo. La forma es
el vacío y el vacío es la forma. El vacío no difiere de la forma; la forma no
difiere del vacío. Aquello que es forma es vacío. Aquello que es vacío es
forma. Percepción, nombre, concepto y conocimiento son vacío. No hay ojo, ni
nariz, lengua, ni cuerpo ni mente…”
El abad siguió dibujando por todo el cuerpo de
Hoichi mientras recitaba la oración.
“Ahora los muertos no podrán verte, permanece
inmóvil, concéntrate y repite mentalmente el sutra, no hagas ruido, no te
muevas, no tengas miedo. “- dijo el abad tras acabar.
Al igual que las pasadas noches el guerrero entró en sus aposentos, le estaba llamando, al no contestar examinó el resto del edificio. Un pesado caminar le hizo saber que no andaba cerca.
“!Hoichi, no te escondas, Hoichi, tienes que venir
conmigo no me hagas enfadar, Hoichi maldita sea, presentate ante mí, ahora!”-
gritaba el guerrero.
Los pasos se aproximaron directos hacia él. Hoichi
contuvo el aliento.
-“Vaya, ¿Pero qué clase de portento es este? Dos
orejas flotando en el aire. Está bien Hoichi, me las llevaré y así podré
demostrar a mi señor que estuve aquí”.
Las metálicas zarpas agarraron las orejas de
Hoichi y de un violento tirón se las arrancó. El monje aguantó estoicamente el
dolor hasta que creyó que el guerrero había abandonado el lugar, luego perdió
el conocimiento.
Una vez repuesto de sus heridas el abad pidió
perdón a Hoichi por olvidar dibujar los sagrados ideogramas en las orejas.
Desde entonces fue famoso en toda la región cierto
monje ciego cuya música hacía llorar hasta a los muertos. Fue apodado “Hoichi miminashi” –(sin orejas).
Santuario dedicado a Hoichi en Akama, donde hizo llorar a los muertos. |
SANGRE Y SAL
El veinticinco de abril de 1185 el sur de Japón se vio sacudido por una de
las más violentas batallas de su historia. En el estrecho de Kannon una gran flota de casi mil barcos
pertenecientes al clan Minamoto (o Genji) derrotó a lo que quedaba del clan Taira(o Heike) que apenas sumaban
quinientas naves y que transportaban no solo a guerreros si no también a las
familias de éstos así como el emperador Antoku
de seis años de edad.
Según
cuenta la leyenda los espíritus de los guerreros Taira se reencarnaron en cangrejos en cuyos caparazones puede
distinguirse el fiero rostro de un guerrero samurái. Son los conocidos como Heikegani . Si los pescadores se topan con alguno de estos ejemplares en sus redes se apresuran a pedir disculpas y devolverlo al mar.
Uno
de los tres tesoros imperiales, la espada kusanagi,
se perdió para siempre.
El
pueblo japonés siente un profundo respeto hacia el clan Taira, y a diferencia de otros países no se ceban en el enemigo caído
y reverencian el valor mostrado en combate.
La
obra Heike monotagari narra la guerra
que sostuvieron ambos clanes y es el relato épico japonés por excelencia.
En cuanto a Hoichi perdió lo que simbólicamente resultaba más valioso para un músico pero según dicen las malas lenguas no fueron sus orejas lo que se llevó el bravo guerrero Heike sino otro apéndice que al viejo abad se le olvidó pintar, ¿Qué fue entonces? No me pregunten, solo les digo una cosa y quien quiera que lo entienda:
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