Se llamaba Reiko, y tras permanecer dos años en la
casa de sus padres en la rural Tsumago decidió por fin a sus veinte años de edad retomar
sus estudios, y aunque aún no tenía muy claro la carrera que quería emprender
se dejó llevar y como una pluma a la que arrastra el viento se matriculó en una
universidad de segunda categoría de Tokio,
de esas que son accesibles a pobres provincianas ignorantes como ella (al menos
así era como ella lo veía).
Una vez allí trató de
adaptarse de la mejor manera que pudo. Se inscribía a todo tipo de actividades
extra-curriculares pero solía dejarlas tras unas semanas. Saltaba de club en club buscando algo que le
atrajese pero todo esfuerzo fue en vano.
Tras agotar sus pocos
ahorros, para poder seguir pagando el alquiler y las matrículas buscó trabajo.
Lo encontró rápidamente, un puesto de operaria en una fábrica. A los tres meses
se sentía tan hastiada de sus monótonas labores que apenas podía mirar a los
ojos a su supervisor. Trabajaba con desgana, su cuerpo se movía mecánicamente
pero su mente estaba ausente.
-Si continúo aquí más tiempo- pensó- enfermaré o me volveré loca.
Tras un par de días
abandonó la fábrica.
Su siguiente empleo
fue de repartidora pero aquello no resultó ser como ella esperaba. Seis meses
después lo dejó.
Lo intentó como
encuestadora para una empresa farmacéutica pero sentía que aquello poco tenía
que ver con ella.
- Esto no es para mí.
La misma pauta de
comportamiento se repetía una y otra vez incrementándose la lista de empresas
en las que decía no encajar y reduciendo poco a poco los posibles empleadores
que estuvieran dispuestos a contratar a una trabajadora tan poco voluntariosa. Reiko era consciente, sin embargo, de la necesidad de trabajar para poder
mantener el costoso nivel de vida de la capital.
Sus padres,
preocupados por el errático comportamiento de su hija sugirieron que volviera a
casa, que ellos cuidarían de ella y que no había otro lugar mejor en el que
estar que en su hogar rodeada de las personas que la amaban. Pero Reiko no podía tolerar el regresar con
el rabo entre las piernas, eso supondría un notorio fracaso y humillación.
Acudió a una empresa
de empleo temporal pero ni aún con esas soportaba las tareas que se le
asignaban y al menor problema o incomodidad se daba por vencida.
Un día le ofrecieron
un puesto en la línea de caja de un pequeño supermercado de barrio.
- Ni hablar- respondió -yo no
he malgastado mi tiempo estudiando para acabar siendo una vulgar cajera.
-No es una opción Reiko-san, es una última oportunidad, en caso de
rechazar este puesto nos veremos obligados a darla de baja indefinidamente, no
disponemos de ningún puesto que se adecue a su perfil, esto es todo lo que
tenemos, tómelo o déjelo.
Olvidé comentaros que nos encontrábamos
a principios de los ochenta, y en aquella época las cajas registradoras eran
poco más que enormes calculadoras en las que había que marcar el importe de los
productos manualmente, nada de códigos de barras ni pagos con el móvil. Llevaba algo de tiempo
acostumbrarse a su manejo y memorizar los precios de todos los productos, era
(y aún hoy lo sigue siendo a su manera) un trabajo duro.
Reiko se tomó su nueva tarea
como un castigo. Era en verdad una chica bastante inteligente y no le supuso
mucho esfuerzo el dominar la máquina y no podía evitar ese sentimiento que la
oprimía en el pecho, frustración, rabia.
- Yo, una cajera, una simple, estúpida cajera. ¿Qué será lo
siguiente?¿Limpiar retretes?
Por otra parte, nació en ella otro
sentimiento, uno de culpa, de disgusto hacia sí misma por haber cambiado tantas
veces de trabajo, por haber fracasado una y otra vez. Cuando aquello ocurría se
prometía aguantar un día más, solo uno más.
Pero le resultaba
demasiado duro, quería rendirse, regresar a casa, sentarse en un rincón y
llorar hasta que no le quedaran lágrimas.
Una de esas noches,
tras volver agotada a casa recibió una llamada telefónica.
-Ya es suficiente hija mía, no necesitas torturarte más, ya es hora de
que regreses a casa.
La calidez de las palabras de su
madre la hicieron tomar una decisión y nada más colgar se dispuso a preparar la
maleta, metería en ella lo imprescindible y tiraría el resto a la basura, a la
mañana siguiente iría al supermercado y anunciaría su marcha.
Lo cierto es que había
acumulado gran cantidad de cosas durante su estancia en Tokio. Vaciando uno de los cajones encontró por casualidad un viejo
sobre que contenía el diario que
escribió cuando era niña. Al principio de llegar solía leerlo para no sentirse
tan sola en aquel sitio tan grande y nuevo.
Lo abrió echó un
vistazo a sus ajadas páginas. En una de ellas leyó:
´Quiero ser pianista´.
Aquel era su sueño de
juventud. En el instituto practicaba todos los días para convertirse en el
futuro en una gran artista.
Las lágrimas
comenzaron a rodar por sus mejillas. Por alguna razón tocar el piano era una de
las pocas cosas que podría haber seguido haciendo pero por alguna razón, apenas
sin darse cuenta acabó dejándolo.
Comparó aquellos días
en los que perseguía con pasión sus sueños con su vida de ahora y se sintió
profundamente decepcionada consigo misma.
-¿Qué ha pasado conmigo?¿Donde han ido a parar todas mis esperanzas e
ilusiones?
Su diario de adulta no
era más que una larga lista de empleos descartados. En lugar de escribir sueños
se limitaba a registrar todos sus intentos y fracasos. Era consciente que las
cosas no le habían ido bien pero no sabía lo tremendamente hundida que estaba.
-Y ahora mírame, estoy huyendo de un simple puesto de cajera.
Así que cerró el
diario, llamó a su madre y le dijo que prefería quedarse allí un poco más.
Enjugándose las
lágrimas se prometió ir a trabajar el día siguiente y obligarse a ser feliz
pulsando aquellos aburridos precios en aquella aburrida máquina registradora.
-Dentro de unos días sabré si realmente quiero continuar.
Y no fueron pocas las
veces en las que las dudas y la inseguridad asaltaron sus pensamientos.
-Cuando tocaba el piano- recordó- me equivocaba una y otra vez, pero seguía intentándolo hasta lograr que
mis dedos se movieran casi solos y ya no necesitaba mirar las teclas.
Recordando aquellos días se propuso
una meta:
-Está bien, dominaré esta máquina de la misma forma que lo hice con el
piano.
Estudió concienzudamente las
combinaciones de botones que le facilitaban ciertas tareas, memorizó más y más
precios y una vez hecho siguió practicando.
Varios días después ya
era capaz de teclear sin mirar y empezó a centrar su atención a los clientes.
-Oh! esa señora vino ayer...
Como con voluntad
propia sus dedos teclearon el precio de una docena de huevos.
-... solo que hoy ha traído a sus niños.
Ahora era capaz de ver mucho más,
sus manos danzaban sobre las teclas como la pianista que siempre quiso ser,
mientras que con sus ojos analizaba a los clientes, aquello se convirtió en su
pequeño placer secreto. Poco a poco aprendía más y más sobre ellos.
- Ahí está el señor solo-compro-ofertas, y que me aspen si detrás no le
sigue Doña siempre-vengo-antes-de-cerrar. Oh! La siguiente es la honorable
Compro-cosas-caras.
Un día, la anciana
Doña Compro-cosas-casi-caducadas se
acercó a la caja, solo que esta vez traía un gran pescado fresco.
-Vaya! ¿Qué es lo que celebramos hoy?- preguntó Reiko.
La señora le dijo- Mi nieto ha
ganado un campeonato de natación y vamos a celebrarlo juntos, ¿A que es un buen
pescado?
-!Claro que sí, es precioso,
enhorabuena!- dijo, sin percatarse de la enorme sonrisa que le decoraba
el rostro. Y fue así como descubrió el placer de comunicarse con sus clientes.
Empezó a recordar sus
caras, y también algunos de sus nombres. A veces incluso les ayudaba con las
compras.
- Señora Tanaka ¿Está segura que quiere llevarse ese chocolate? Hoy
tenemos uno mejor y más barato en el pasillo tres. Además es mejor que no compre
pollo hoy, hay buenas ofertas en la pescadería.
Todos los clientes apreciaban sus
indicaciones y las tomaban en cuenta cambiando sus productos por los que Reiko les aconsejaba. Mientras más se comunicaba con
los clientes más le gustaba trabajar en el supermercado.
Un día notó que había
más trabajo de la cuenta pero ella no le dio importancia y siguió disfrutando
de las charlas hasta más allá de su jornada.
El encargado habló por
megafonía:
-Pedimos disculpas por las largas colas, si son tan amables pasen
por la caja número dos.
Unos minutos después
repitió:
-Señores clientes, por favor pasen por la caja número dos.
El encargado, al
sentirse ignorado observó la larga línea que se había formado en la caja de Reiko mientras que otras tres cajeras permanecían
ociosas y sin nadie a quien atender.
Se acercó a la última
clienta de la fila y le indicó que si pasaba por la siguiente caja no tendría
por qué esperar.
-Oh, cállese ya- contestó la señora Itou, que solo llevaba un par de botellas de leche- El único motivo por el que vengo a comprar
aquí es por esa jovencita- dijo señalando a Reiko.
Al oír esto Reiko estalló en lágrimas.
La señora Itou prosiguió: -´Hay otro supermercado más barato en esta misma calle, pero yo vengo a
charlar con ella, así que si no le importa me quedaré aquí´.
Reiko lloró tanto que apenas podía continuar trabajando
normalmente. Por primera vez supo lo maravilloso que podía ser
tener un trabajo.
No pasó mucho tiempo
hasta que la ascendieron a jefa de cajeras.
Hoy en día Reiko enseña a las nuevas empleadas y sigue
disfrutando haciendo feliz a todos los
clientes y compañeros.